Por lo tanto, Cajón de sastre es un libro de estructura compleja en el que caben artículos de prensa, ensayos breves, relatos de viaje, etc. En esta última categoría es en la que podemos incluir el relato en el que habla de Hervás y que Cela tituló: "Del Tranco del Diablo a la judería de Hervás", incluido en un capítulo que llamó: Balada del vagabundo sin suerte.
Fuente: todocolección.net
Camilo José Cela, como otros escritores famosos -por ejemplo el también Nóbel José Saramago-, cultivó con frecuencia el libro de viajes: recuérdense sus conocidos Viaje a la Alcarria, Del Miño al Bidasoa, Primer viaje andaluz,..."en estos libros de viaje el escritor se exhibe con loable impudor; donde habla de su propia experiencia y de sus propias debilidades, sus exclusivas preferencias y sus arrolladoras simpatías. Creo que, en este sentido, los viajes de Camilo José Cela son excelentes piedras de toque para percibir la situación intelectual de un escritor, español e inteligente, en los mediados de nuestro siglo" (texto escrito por Alonso Zamora Vicente en su libro Camilo José Cela (Acercamiento a un escritor) y extraído del blog: http://www.cervantesvirtual.com/).
Del Tranco del Diablo a la judería de Hervás.
El texto de Cela sobre Hervás dice así:
DEL TRANCO DEL DIABLO A LA JUDERÍA DE HERVÁS.
El viajero, aún no más que nacido, de esta hecha, a la tierra de Salamanca, y sin haberle tomado todavía el gusto a la villa de Béjar, es llevado por sus amigos -por don Juan y por don Alejandro, y por don Ceferino- a Hervás, cuatro leguas al sur, en el camino de Plasencia y ya en los campos y en los acentos cacereños.
El viajero, que, aun por más que lo lleva intentando, no ha conseguido domeñar el calendario, se marcha de Béjar sin haberse fumado un pitillo al pie del Tranco del Diablo, sin haber caminado la Cabeza Gorda y los picos del Valdesangil, y sin haberse hartado merendando truchas y chorizo de Candelario, el pueblo donde el verde es luto en el serenero de las mujeres de manteo, faltriquera y moño de picaporte.
Más allá del ventorro de Rosel, el viajero pasa por Cantagallo, al lado de la ermita de Santa Bárbara de Bodeguillas y todavía a orillas del Cuerpo de Hombre, y, siguiendo el río se mente en Puerto de Béjar -o puerto de Baños-, donde se da de manos a boca con la Calzada de la Plata -la Vía Láctea, los mil kilómetros de la Iter ab Emerita Caesaraugustam, el camino de Mérida a Zaragoza-, en el lugar de las Entrecarreras, por el que corren juntos el río, la calzada, la carretera y el ferrocarril.
Frente al viajero, por el paso de los romanos, se abre la Extremadura por el pueblo de Baños, en cuyas aguas las ninfas de Cápera aciertan con el remedio de los males del cuerpo.
Mientras el viajero escucha a sus amigos que le instruyen, el coche que los lleva se presenta en Hervás, el pueblo por el que corre el río Ambroz. Según el viajero oye decir, el río Ambroz nace de la fusión del arroyo Gallego, el torrente Marinejo y la garganta del Santi-Hervás.
En tiempos -¡ay, manes de Jorge Manrique!- el río Ambroz movía catorce máquinas de cardar e hilar, siete perchas, cinco tundidoras, tres frisas, cuatro tintes, cinco batanes y quince molinos harineros.
A la sombra de las ocho peñas -peña de la Ensillada, de la Fuente Negra, de Dos Hermanas, de Valdemoro, de Piñajarro, de Navanuño, del Berrocal y del Teso de la Loma- las gentes de Hervás cardan la lana y curan el embutido -el morcón y el morcillón, la guarreña, la sabadeña y la botagueña, el lomo en tripa y el chorizo, el obispillo y el tanganillo, el pitarro y la tángana- que después, pregonando el origen, se venderá en las ferias de Extremadura y de Castilla, en Madrid, en Salamanca, en Zaragoza, en Cuenca y en las Andalucías, en todas las cinco Andalucías.
En la plaza de la Corredera, dos clérigos pasean sus años al solecillo primaveral mientras fuman los ásperos farias del último bautizo. En la plaza de los Mesones, los arrieros de Castuera y de Quintana, de Don Benito y de Montánchez, que traen los tintes de Sevilla y se vuelven con el cangallo rebosante de jamones y de gruesas y nobles mantas listadas, beben el vino de la concordia apoyados en la sabia calma del atardecer. En la plazuela del Convento, al pie de la enfermería de los Franciscos de la Bienparada, dos viejas hablan de la novena de Nuestra Señora de las Aguas Vivas y de los bienes terrenales y celestiales que la Virgen depara a sus devotos de Hervás. En la ciudad de abajo, más allá de la puerta del Centinela, los niños de la Judería saltan, al igual que núbiles bestezuelas, recortando sus renegridas y panzudas figurillas sobre el severo nutricio verde del bosque que, quizás por umbrío, llaman Gallego. Por el paseo del Robledo, de dos en fondo, toman el aire, vestidas de azul, las educandas de las Josefinas.
El viajero, siempre al lado de sus amigos, que para eso, por fortuna, los tiene, sube y baja por las calles de Hervás, habla con la mujer que lava y con la moza que va a buscar agua a la fuente y que, en lugar de sinagoga, dice sunoga; saluda con un sosegado respeto que nadie -ni aun él mismo- puede sospechar, al viejo que se rasca la mugre que el sol despierta; levanta del suelo al niño que rodó la cuesta; acaricia a la niña morenucha que lo mira como a un extraño e intranquilizador forastero, y deja que la vista se le escape, más allá de los montes, por el raro cielo que tan misteriosas y gloriosas sombras hizo caer sobre este rincón del mundo.
Al viajero le estremece -no puede evitarlo- el recuerdo de los muertos que tanto se afanaron por vivir. En Hervás -el viajero tampoco sabría explicar por qué- este temblor le mira, fijo como un fantasma, desde todas las esquinas.
En Salamanca, en las románicas piedras de San Julián y Santa Basilisa, se leen unas atroces palabras:
Los que dan consejos ciertos
a los vivos, son los muertos.
Al viajero -¿por qué será?- los dos versos que tantos años llevan en su pared de Salamanca se le aparecen, pintados de negro, tras los ojos de la gente de Hervás, una gente con muchos miles de años en la mirada.
Por el camino de Las Hurdes el sol se marcha a alumbrar otros mundos.
Pues para estar, previsiblemente, unas horas en Hervás, las aprovechó bien. Se le nota a Cela la maestria describiendo lugares y lugareños. Y qué más da si yerra en algunos nombres geográficos si son palabras que enaltecen a nuestro pueblo. Solo me queda una duda por desentrañar aunque quizá me dé ya lo mismo: es cuando se refiere enigmáticamente a ese fantasma esquinero que le miró con un temblor, de muertos que querían vivir. Inconmensurable Camilo José Cela con Hervás
ResponderEliminarSí, un maestro de la descripción de lugares y paisajes, aunque hay algunas alusiones un tanto inquietantes: "...núbiles bestezuelas, recortando sus renegridas y panzudas figurillas...", "...el viejo que se rasga la mugre que el sol despierta..." y la alusión a muertos y fantasmas...inquietante. Un saludo, José Antonio.
ResponderEliminarYo creo que licencias literarias y perfiles propios de un genio
ResponderEliminar".....tras los ojos de las gentes de Hervás, una gente con muchos miles de miradas.” Muy interesante como siempre todo cuanto nos cuentas Pedro. He recuperado esta frase en concreto porque me gusta especialmente; me llama la atención porque “Mirar para ver” es una de las expresiones que más dice de cuanto escribo .
ResponderEliminarLa verdad es que es un trasunto esté muy interesante. Aunque la visita de Cela a Hervás parece que fue muy efímera, da la impresión de que se fijó nmas en la gente que en los lugares. Pues la descripción que de ella hace es mucho más certera. Aún asi parece que le sorprenden los montes que nos rodean y sus misteriosas sombras, aunque confunda sus denominaciones. Buen trabajo, Pedro Emilio.
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